La Sierpe rupiana
El mito de las serpientes fabulosas, como el de los dragones, está presente en casi todas las culturas que habitan o habitaron nuestro planeta. No podía faltar, por tanto, en el noroeste de la Península Ibérica. En Asturias y en buena parte de la provincia de León estas fabulosas serpientes reciben, preferentemente, el nombre de cuélebres, y su «existencia» está relacionada con el mito griego del dragón que custodia las manzanas de oro del Jardín de las ninfas Hespérides, cuyo robo constituye uno de los doce trabajos de Heracles (Hércules). Igualmente, el vellocino de oro sustraído por Jasón y los argonautas también estaba vigilado por un terrible dragón, según cuenta Apolonio de Rodas en su poema épico titulado «Argonáuticas».
Así y todo, en la cultura celta, el cuélebre (o el dragón) no era un
ser dañino, sino todo lo contrario. En sus orígenes ejercía de genio o de protector de fuentes y lagos; pero, a raíz de la implantación del Cristianismo, que vio en él la reencarnación del Mal ―una de las representaciones más comunes del Diablo es, precisamente, la de la serpiente―, se convirtió en un dragón terrible. Así fue como surgieron leyendas del tipo de la de «San Jorge y el dragón», en las que, en vez de un héroe laico, es un santo aguerrido quien acaba con la vida del
monstruo.
El cuélebre, tal y como ha llegado hasta nuestros días, es, por lo
general, una serpiente alada, que vive en los bosques, en las simas, en las cuevas y en las fuentes y demás zonas húmedas, como los recodos de los ríos y los arroyos. Su aliento es fétido y venenoso, y su espeluznante silbido se percibe a gran distancia. Tiene como misión, casi siempre, custodiar fabulosos tesoros ―que no tienen por qué ser únicamente de tipo material― o personas sometidas a encantamiento ―la mayoría de las veces, princesas de belleza arrebatadora―. Por este motivo, no dudan en atemorizar, atacar y devorar a aquellos individuos o animales que se acercan a sus dominios, con frecuencia atraídos por los lastimeros cánticos de sus prisioneras o por la codicia que suscita su tesoro. Los cuélebres son, por tanto, terriblemente dañinos para las personas que habitan en el entorno de sus madrigueras, que, conociendo su carácter, suelen alimentarlos a base de bien para que el animal no los devore o para que no saquee los cementerios, en busca de cadáveres.
Para colmo, el cuélebre crece de manera incesante, y, a medida que se va haciendo viejo, las escamas de su piel se vuelven más grandes y más duras, hasta el punto de que rechazan todo tipo de proyectiles; entonces, la única manera de acabar con semejante fauna es herirles en los ojos o en la garganta, que son sus únicas partes vulnerables. Porque el cuélebre no se muere de viejo; aunque, durante la noche de San Juan, pierde sus poderes y queda como aletargado. Entonces es cuando sus hermosas prisioneras ―que en Asturias se denominan Ayalgas o Atalayas― pueden huir, llevándose, si lo desean, sus fabulosos tesoros.
Debido a su crecimiento continuo, llega un momento en que las dimensiones del cuélebre son tan considerables que su guarida no puede contenerlo. Cuando esto ocurre, no le queda más remedio que partir hacia la Mar Cuajada con su tesoro, de ahí que el fondo de este mar almacene infinidad de riquezas: montañas y montañas ―submarinas― de tesoros, que, sin embargo, resultan inalcanzables para los humanos, debido al número ingente de estas criaturas que nadan alrededor de ellos. A veces, la envergadura del cuélebre es tan grande que incluso le cuesta volar, de ahí que a más de uno las alas se le hayan quedado enganchadas entre los árboles, provocándole la muerte por inanición, en medio de agónicos y espantosos bramidos.
En Asturias son famosos, entre otros, los cuélebres de Brañaseca (Cudillero), Perllunes (Somiedo), Bisecas (Cangas del Narcea) y Salinas (Castrillón), así como el cuélebre del convento de Santo Domingo, en Oviedo, que moraba en una cueva adyacente e iba devorando uno a uno a los monjes, hasta que un día el fraile encargado de la cocina le dio a comer un pan relleno de alfileres y que le supuso la muerte.
En León, uno de los cuélebres más famosos es el que se escondía en el hayedo del Monte Faedo, en Getino, localidad situada al norte de la provincia y perteneciente al municipio de Cármenes.
En El Bierzo, el cuélebre más famoso, sin duda, es el de Montes de
Valdueza, conocido con el nombre de «Sierpe Rupiana», por el Castro Rupiano (o rupianense) que existe en las proximidades de este encantador pueblo. Según la leyenda, allá por el siglo VII, la espeluznante serpiente de Montes habitaba una cueva situada por debajo de la ermita visigótica de la Santa Cruz, exactamente al fondo del precipicio y a la orilla del río. Aparte de horrible, era tan larga que, cuando su cabeza alcanzaba la ermita, su cola aún permanecía en el interior de la madriguera. Por lo demás, en su dieta alimenticia no faltaban laspersonas y el ganado, pero cuando éste empezó a escasear, el monstruo comenzó a sentir predilección por los monjes del vecino cenobio de San Pedro ―recién fundado por San Fructuoso―, a los que encontraba muy suculentos. Los cenobitas, viendo tan mermada su ganadería y tan amenazada su existencia, decidieron pedir ayuda a San Fructuoso, que entonces había vuelto a dirigir los destinos de su primera fundación monástica, en Compludo. Consciente de la gravedad del caso, San Fructuoso, que era un monje muy sabio y muy emprendedor, y que, antes que santo, fue obispo de Dumio y de Braga, en Portugal, decidió retirarse unos días al denominado Campo de las Danzas, lugar sagrado ―aunque pagano― en las estribaciones del Pico de la Aquiana (o Guiana), a meditar. Allí, acogiéndose a la divina inspiración, urdió un plan, tan ingenioso como temerario, para poner fin a la pesadilla que vivían sus discípulos. De manera que, nada más llegar a Montes, el virtuoso y astuto monje se puso manos a la obra y pronto consiguió emborrachar a la sierpe dándole a comer un enorme pan de harina de castañas que sus compañeros habían amasado con una mezcla de jugo de tejo y de apio.
Después, cuando el reptil se quedó adormilado, le introdujo en su único y terrible ojo un enorme madero de castaño que previamente había afilado y calentado en el fuego, tal y como hizo Ulises con el Cíclope Polifemo. Al parecer, los silbidos y los coletazos de la serpiente pudieron oírse en todo Valdueza, tan tremendo era su dolor; hasta que, por fin,
cayó muerta, con el cerebro abrasado. En la parte superior del retablo de la ermita de la Santa Cruz puede verse representado este episodio.
Hoy en día, hay atardeceres, en el entorno del pueblo de Montes,
en los que, de pronto, se escucha un silbido lejano y la mar de
inquietante. Naturalmente, se trata del viento, que se filtra entre las copasde los frondosos castaños... ¿O acaso no es el viento...?
www.nocedadelbierzo.com